1 jun 2010

Son menos de 39 las horas pasadas desde que el hijo de la austrìaca matò a un de los roedors, que yo matè el pájaro del reloj a cucù, que dormì en la alfombra del entregador de roedors, que el doctor me cerrò en la habitación de las sábanas, que recuperè mi lugar laboral pero aun sin firmar, que las proceduras de ciencia procedieron en direcciòn inversa y que no como más que cafès que son lìquidos. Vuelvo a mi hogar: entro y todo est en orden. Claro, con el pájaro muerto no se las horas y si quiero saberlas tengo que llevarlas en mi. Pero no puedo contar los minutos todo el tiempo porque me distraigo o porque prefiero leer a contar los minutos que separan o que unen las cosas ( no lo se tengo que entender si se separan o se unen, las cosas, de mi y entre ellas, tengo que experimentar). Por suerte tengo los anteojos que encontrè en el correo que me permiten de leer sin errors. Leo pero pienso en cosas que no son la lectura y entons me saco los anteojos y agarro la azucarera con tapa y la apoyo en el centro de mi hogar abro la tapa y digo "hey" llamando a un de los roedors, el único que queda vivo. "Hey", le repito cuando viene. "Parece una trampa pero no es", le digo. "Est una azucarera, cuidado con la tapa".

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